Las gotas de lluvia golpeaban el techo de las casas, una mañana de mucho frío que había provocado que los niños no quisieran ir a la escuela, pero que en la mayoría de los casos las madres les recordaron sus responsabilidades como hijos y estudiantes responsables, seguro a algunos de manera menos pacífica que otros.
—¿A qué hora piensas levantarte? ¡Irma! Ya tienes media hora de retraso, para el tiempo que te tardas en alistarte —grita la madre de Irma golpeando la puerta de su hija.
—Mamá, hace frío y hay tormenta —replica Irma.—Ya no voy a insistir más, pero no quiero que después me vayan a llamar de la escuela para hablar conmigo de tus faltas, ya no quiero que me hagas pasar mas vergüenzas. ¡Sino vas ya verás lo que te espera!
Irma sabía que su madre era capaz de hacer casi cualquier cosa para impedir que le tildaran de madre irresponsable, pues es como los vecinos y los padres de los compañeros de su hija le llamaban.
El frío y el ruido de la lluvia provocan un efecto de canción de cuna para Irma, quien en su somnolencia le pedía a Dios que detuviera el tiempo para dormir placenteramente y que su madre no siguiera interrumpiendo tal acto angelical.
—¡Irma! —gritaba la madre y en cada grito parecía que se quedaba sin aire—. ¿No me oíste? ¡Creo que hablé claro!
Luego del último grito de su madre, se levantó de un salto y se metió al baño, saliendo casi inmediatamente de él limpia, con más brillo que el de su sonrisa y en un santiamén, ya estaba en el comedor desayunando junto a su madre, que se había quedado boquiabierta de la extraña rapidez nunca antes vista de su hija.
Irma llegó a la escuela con los pies no muy empapados pero con sus piernas salpicadas de lodo, la lluvia había cedido su intensidad por un momento, en el que aprovechó para salir corriendo, a veces disminuía la velocidad para descansar un poco sosteniendo con fuerzas su paraguas. Al entrar a la escuela sacudió sus ropas y arregló su cabello, iba directo a su aula , ahora sus ojos brillaban más que su sonrisa, la que mostraba cierto grado de nerviosismo, pero esta niña de cabello oscuro y piel clara, íntegramente fulguraba esperanza. Lástima que cuando cruzó la puerta del aula, ésta esperanza desvaneció de golpe.
Hacía dos semanas que había conquistado el corazón de Germán, el niño nuevo, del que se enamoró desde el primer día de clases de ese año. Todos los días ella llegaba a la escuela con mucha emoción para ver a su novio, pero esa mañana fría él no estaba. Luego de la esperanza, llegó la desilusión por todo el esfuerzo hecho, y que al final, hubiese valido la pena quedarse durmiendo y desafiar a su madre.
—Buenos días Irma, pasa hija, no te quedes allí parada. Hoy, debido a la masiva inasistencia, abundan los pupitres dónde sentarse —exhorta el profesor a la desilusionada niña.
—Buenos días, con su permiso —responde ella cruzándose el aula hasta su pupitre.
Irma estuvo toda la mañana sin prestar atención en clases y con un alto grado de histeria. Por lo que una de sus amigas, quiso tomarse la tarea de animarle y apaciguarle el torbellino que se notaba en sus ojos: ella era Karen, una niña altruista, que muchas veces en el pasado había intentado animar a su amiga Irma cada vez que entraba en momentos de histeria, pero solo obtenía resultados infructuosos.
A media mañana, cuando Karen se disponía a hablar con su amiga, verle en el mismo estado le sugería ya no proceder de igual modo esta vez. Justo en ese momento el profesor pasó a su lado y le detuvo instantáneamente.
—Señor Pimentel.
—Hola Karen, en qué puedo servirte —contestó cortésmente.
Karen quería efusivamente ayudar a su amiga y pensó que pedirle orientación a su profesor sería lo ideal. Le explicó detalle a detalle de la situación y después de contarle las tantas veces que había intentado animar a Irma, le dijo:
—He hablado tantas veces con ella... he insistido mucho diciéndole que no debe ponerse así y menos cuando las cosas no valen la pena —explicó compasivamente a su profesor—, es más, considero que nada vale la pena para ponerse tan histérico.
—Entiendo, tienes mucha razón. Lo que has hecho está muy bien; aunque, sabes, ya no puedes seguir insistiendo, afablemente intentaste hacer que reflexionara y lo demás corre por su propia cuenta.
—Pero, yo no quiero verle así —insistió—. Ya me cansé de que siga en lo mismo todo el tiempo.
—Eres muy bondadosa —dijo el profesor sonriendo—, tu actitud es de digna admiración. Voy a hacerte una pregunta: ¿Quién te dijo que ayudaras a tu amiga?
—Nadie lo hizo —contestó, con su rostro figurando extrañeza en la pregunta.
—Muy bien, ¿quién te enseñó o de quién aprendiste a preocuparte por lo demás?
—Mis padres —dijo extrañada por las preguntas y sin saber exactamente qué responder—, supongo. Lo he aprendido de sus consejos.
—Cuando te aconsejaban, ¿te obligaban a actuar de la manera en que te sugerían?
—No —afirmó con plena seguridad.
—Si nadie te ha obligado, ¿por qué insistes en comportarte así con tu amiga? ¿por qué insistes en ayudarle, tratando de que actúe como tú quieres? —continuó preguntando el profesor.
—Porque me nació del corazón. Porque me da mucha tristeza verle mal.
El profesor con una sonrisa paternal, miró los ojos de Karen, en los que se observaba una luz que indicaba que la niña había comenzado a comprender.
—Entonces... es, es ella quien debe sentir la necesidad de mejorar la situación —se aventuró a conjeturar—. Por eso es que ya no puedo hacer más nada. Así como yo recibí orientación y decidí aceptarla, es ella quien debe sentir la necesidad de mejorar su situación —recalcó—. ¿Verdad?
—¡Precisamente!, y no solo le bastará con sentir la necesidad de mejorar la situación: deberá actuar.
Publicar un comentario