22 junio 2009

El pequeño Mateo

Una hermosa mañana de verano, Adalberto disfrutaba de la playa con su familia. Después de muchos meses de arduo trabajo, la estancia en la playa era más que merecida, estaban muy alegres. Su familia estaba complacida, porque si Adalberto no pudiera salir de paseo, ellos tampoco lo harían. Así que el clima playero era para todos una experiencia gratificante.

A media mañana, a los hijos se les antojó comer helados y le pidieron a su padre. Adalberto con gusto les dijo que los conseguiría, por lo que caminó en busca de ellos. Al llegar al primer rancho donde vendían una variedad de artículos y comida marina, le preguntó a la señora al frente de la tienda:

—¿Vende usted helados?
—Sí.
—Puede vend…
—Pero se terminaron —interrumpió la señora—, acabo de vender el último.
—¡Oh! Pues, ¿sabe dónde puedo conseguirlos?
—Donde doña Victoria.
—Eh… ¿dónde vive ella? —preguntó Adalberto.
—Mejor voy a llamar a uno de mis hijos para que le acompañe —contestó la señora al notar que se encontraba frente a un turista.

Pocos segundos después que la señora gritara el nombre de uno de sus hijos, salió el niño y se dirigió hacia su madre, quien le dio instrucciones de llevar a Adalberto hasta el rancho de doña Victoria. El niño era el hijo menor de la señora, un chaval de unos trece años. Al ver al niño, a Adalberto le pareció un chico muy listo y simpático, notó que vestía una camisa y unos cortos sucios, descalzo.

En el camino se le antojó a Adalberto que podría tener una amena conversación con el peque, por lo que sonriente le miró y le dijo:

—¿Cómo te llamas?
—Mateo.
—¿Cuántos años tienes Mateo?
—Once, ya voy a cumplir doce —respondió el niño rebosante de vivacidad.
—Oh, así que ya has aprendido mucho en la escuela.
—No voy a la escuela —dijo Mateo, convirtiendo el comentario de Adalberto en una interrogación.
—Pero... ¿Por qué no vas a estudiar?
—Mi papá dice que no es necesario, que mejor debo aprender a trabajar. Y mi mamá me lleva todos los días a la iglesia.
—Me imagino que en la iglesia te enseñan muchas cosas, entonces —dijo Adalberto, esperando una respuesta positiva.
—Sí. Allí me enseñaron a leer la biblia.

Adalberto, como padre de dos hijos, se sitió triste de saber que un niño estaba creciendo sin educación. "Que el pequeño Mateo supiera leer no es suficiente", pensaba, mientras era guiado por el niño hasta el lugar donde aguardaban los helados.

—Mi mamá me dice que debo leer mucho la biblia —dijo el niño interrumpiendo los pensamientos de Adalberto— y hacer todo lo que allí diga, porque sino Dios me va a castigar.
—¿En verdad crees que eso es así?
—Es que si no nos portamos bien, nos vamos a ir al infierno —contestó en su inocencia.

En ese momento, Adalberto sintió que una enorme tristeza se apoderó de él. Se preguntaba "¿cómo es posible que una criatura inocente tenga ya este tipo de desinformación?".

—No hijo, Dios no te castiga, Dios siempre te da amor —contestó Adalberto, mirando al chaval con ojos tiernos de compasión.
—Ya llegamos. Aquí vive doña Victoria.

Luego que Adalberto comprara el encargo de sus hijos, partieron de regreso. Ya no sabía qué platicar con Mateo, porque su reciente conversación le había dejado triste. Esta vez, fue Mateo quien rompió el silencio.

—¿Señor, usted le tiene miedo al diablo?
—Por supuesto que no —Adalberto no podía creer lo que acababa de escuchar, no sabía que más añadir—. ¿Por qué me preguntas eso?, ¿acaso tú le tienes miedo?
—Yo si le tengo mucho miedo. A veces, cuando me voy a dormir, me da miedo la oscuridad, siento que él puede llegar.
—No Mateo. Los niños como tú son ángeles que reciben el amor de Dios constantemente, no te deja solo ni un segundo. Por eso no debes sentir miedo, porque siempre hay alguien que te está cuidando, ese es Dios —replicó Adalberto con voz paternal—. Mateo, ya casi llegamos a tu casa y quiero que no olvides que Dios está contigo siempre, ¿entendido?

Mateo se sentía confundido y se limitó a asentar con su cabeza. Llegaron a la casa de Mateo y Adalberto le sonrió, le extendió su mano y la estrecharon, luego agradeció a su madre por la ayuda y regresó al rancho donde estaba su familia. Desde aquél día, Adalberto se ha dedicado a dar a sus hijos, una enseñanza espiritual basada en el amor.

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